Rafael Moneo Museo del Prado
Descripción del Proyecto
"El claustro, por tanto se entiende como lámpara que ilumina toda la nueva construcción; como obra de arte que se incorpora a las colecciones del museo; como elemento arquitectónico que da razón de todo lo que se construye a su alrededor". Con estas palabras glosaba Rafael Moneo el papel, que en términos proyectuales, desempeña el Claustro de los Jerónimos en la arquitectura del Museo del Prado: verdadera estructura, armazón y soporte del nuevo edificio.
El claustro no sólo es el responsable que se haya implantado en este nuevo episodio de su existencia un eje transversal que arrancando del pórtico del paseo del Prado –de la puerta de Velázquez− rompa la tradicional estructura longitudinal del museo. El claustro es además referencia a un pasado glorioso y, su rescate e incorporación a la obra nueva, permite dar razón de ser a la arquitectura de la ampliación, que referenciada desde su transversalidad al edificio de Villanueva, mantendrá al tiempo su identitaria integridad.
La cuidada iluminación perimetral del claustro destaca el acabado de las superficies y los materiales
Un claustro reconstruido piedra a piedra
Concebido en granito madrileño por Fray Lorenzo de San Nicolás (1672) siguiendo los cánones de la arquitectura escurialense, el que fuera claustro principal del Monasterio de San Jerónimo el Real, conocido popularmente como Claustro de los Jerónimos, fue reconstruido piedra a piedra mediante un difícil y laborioso proceso de restauración. La ampliación proyectada, que contemplaba la construcción de tres niveles de sótano bajo la cota del claustro destinadas a salas de exposiciones temporales y almacenes, hizo imprescindible el desmontaje del mismo y su posterior ensamblaje dentro de un ajustado recinto como una estructura exenta e independiente que no llega a tocar en ningún momento el muro de hormigón que lo envuelve.
Luz cercana a la idea de clasicismo
Para iluminar el claustro Moneo diseñó una luminaria en forma de cuarto de esfera que, situada discretamente en el trasdós de las arcadas, proyecta la luz hacia el techo y alumbra la piel de la piedra, logrando crear una atmósfera confortable y cálida. Heredera de soluciones de iluminación ya experimentadas en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (1980-86) y en el Kursaal de San Sebastián (1990-99), el aplique del Prado ejemplifica aquella afirmación de su autor acerca de que el objeto de diseño debe gozar de una cierta indiferencia estilística que lo haga útil para situaciones muy distintas. Una cualidad que indefectiblemente asocia el diseño de Moneo a la idea de clasicismo y a la ‘disponibilidad’ que de éste se deriva.
Fotografía: Ferram